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martes, 14 de febrero de 2012

Se agitaba, se sentaba, se volvía a levantar. Parecía destrozado.


Y entonces, un día, cuando tenía nueve años, al volver del colegio hacia las cinco, abre la puerta de casa y llama a su madre, como hace cada día. La llama y su madre no responde. Es muy extraño. Siempre está cuando vuelve del colegio. La busca por toda la casa pero no la encuentra. Ha desaparecido. Y sin embargo, cuando se marchó por la mañana no le dijo nada. Ni tampoco la noche anterior. Es cierto que se ha vuelto algo extraña... Se pasa la vida lavándose las manos, cierra la puerta con llave, esconde comida detrás de las cortinas, pregunta pero ¿dónde he metido mis zapatillas de baile? Cuando nunca la había visto bailar. Se pasa las horas delante del infiernillo de carbón, mirando fijamente las brasas, sin moverse. Pero esa mañana, cuando se fue, le dio un beso y le dijo hasta esta tarde...
Dos de sus primos, que viven con ellos, suben por la escalera. Les pregunta si saben dónde está su madre y sus primos le responden que está muerta. Que ha sufrido un ataque al corazón y la han enterrado enseguida. Y entonces llega su padre y le dice que su madre se ha marchado a descansar al borde del mar. Estaba cansada. Pronto volverá...
Y él se queda allí, al pie de la escalera. Intentando comprender lo que le han dicho. No puede saber lo que es verdad y lo que no. Sólo sabe que su madre ya no está.
Y la vida continúa y ya no se habla más de ello.
—De pronto se hizo un vacío dentro de mí. Un vacío terrible... A partir de ese momento, estuve continuamente triste. Nadie volvió a sacar el tema. Y yo no pedí explicaciones. Así eran las cosas. Se había marchado... Me acostumbré a que ya no estuviese allí. Me sentí responsable y creció dentro de mí un sentimiento de culpa. No sé por qué, pero me sentí culpable. Culpable y abandonado...
Su padre desapareció también. Se fue a vivir con otra mujer a otra ciudad. Le dejó a cargo de su abuela, que bebía, le pegaba y le ataba a un radiador cuando salía a beber al pub. No volvió al colegio. Aprendió a dar saltos, a hacer piruetas, contorsiones, muecas, a caminar sobre las manos, a quitarse el sombrero para recoger algunos peniques. Se marchó con la troupe a América, compartió con ellos la tourné, y cuando la troupe volvió a Inglaterra, él se quedó en Nueva York...
Y luego, un día, casi veinte años después, ya convertido en una estrella, una gran estrella, recibió una carta de un abogado que le anunciaba que su padre había muerto y que su madre vivía en un manicomio, muy cerca de Bristol...
Se quedó de piedra, me dijo. Como si el mundo se hubiese derrumbado a su alrededor. 

A su madre la había encerrado en un asilo su padre. Elias había conocido a otra mujer, quería vivir con ella, pero no quería pagar un divorcio, era demasiado caro. Había hecho desaparecer a su mujer. Como un pase de prestidigitador. ¡Y nadie se había vuelto a preocupar del asunto!
Me contó su encuentro con su madre. En el pobre y vacío cuartito del asilo. No sólo lo contaba, interpretaba la escena, volvía a revivirla. Imitaba las dos voces, la de su madre y la suya.
—Me precipité hacia ella, quería abrazarla y ella interpuso su codo entre los dos... "¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?", gritó. "¡Mamá, soy yo! ¡Archie!". "Usted no es mi hijo, no se le parece nada, ¡no tiene la misma voz!". "Pero si soy yo, mamá, ¡soy yo! ¡Sólo que he crecido!".
Se tocaba el pecho diciendo "¡soy yo! ¡soy yo!" poniéndome como testigo.
—No quería que la estrechase entre mis brazos. Fueron necesarias varias visitas para que aceptara que me acercase, varias visitas para que dejase el asilo y se instalase en una casita que le había comprado... No me reconocía. No reconocía al pequeño Archie en el hombre en el que me había convertido..
 Al cabo de los años, las cosas mejoraron, pero ella se mantuvo siempre un poco distante, como si no tuviese nada que ver con ese hombre. Aquello le volvía loco.


Katherine Pancol

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