Román se daba cuenta de algo de aquella extática adoración que yo sentía por él y jugaba conmigo con la curiosidad cínica con que un gato juega con el ratón que acaba de cazar. Entonces fue cuando me pidió mi trenza.
-No eres capaz de cortártela para mí -dijo, brillándole los ojos.
»Yo no había soñado siquiera una felicidad mayor que la de que él me pidiera algo. La magnitud del sacrificio era tan grande, sin embargo, que me estremecía. Mi cabello, cuando yo tenía dieciséis años, era mi única belleza. Aún llevaba una trenza suelta, una única, gordísima trenza que me resbalaba sobre el pecho hasta la cintura. Era mi orgullo. Román la miraba día tras día con su sonrisa inalterable. Alguna vez me hizo llorar esa mirada. Por fin no la pude resistir más y después de una noche de insomnio, casi con los ojos cerrados, la corté. Tan espesa era aquella masa de cabellos y tanto me temblaban las manos que tardé mucho tiempo. Instintivamente me apretaba el cuello como si un mal verdugo tratara torpemente de cercenarlo. Al día siguiente, al mirarme al espejo, me eché a llorar. ¡Ah, qué estúpida es la juventud!… Al mismo tiempo un orgullo humildísimo me corroía enteramente. Sabía que nadie hubiera sido capaz de hacer lo mismo. Nadie quería a Román como yo… Le envié mi trenza con la misma ansiedad un poco febril, que fríamente parece tan cursi, de la heroína de una novela romántica. No recibí ni una línea suya en contestación. En mi casa la ocurrencia fue como si hubiera caído una verdadera desgracia sobre la familia. En castigo me encerraron un mes sin salir a la calle… Sin embargo, era todo fácil de soportar. Cerraba los ojos y veía entre las manos de Román aquella soga dorada que era un pedazo de mí misma. Me sentía compensada así en la mejor moneda… Al fin volví a ver a Román. Me miró con curiosidad. Me dijo:
»-Tengo lo mejor de ti en casa. Te he robado tu encanto -luego concluyó impaciente: -¿Por qué has hecho esa estupidez, mujer? ¿Por qué eres como un perro para mí?
Carmen Laforet
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